lunes, 3 de marzo de 2014

Sátántangó (1994) Béla Tarr

Anti-épica del barrizal.

Por primera vez (pasada mi primera prueba con El caballo de Turín) entiendo que una película pueda durar más de hora y media y, con ese entrenamiento, aumentada mi "capacidad pulmonar", "despresurizados" los límites de mi paciencia, acometo el visionado de Sátántangó (poco a poco: no dispongo más que de algunos ratos esta semana) y lo disfruto y saboreo como si estuviera leyendo En busca del tiempo perdido o La montaña mágica (que son lecturas largas); anticipo su disfrute como si me esperara para comer un cocido, pesado pero suculento. Y me alegro de haber visto primero Nostalgia, porque lo que allí interpreto y valoro como un "origen" (imperfecto, en ciernes, experimental), en Tarr me resulta una lección aprendida y luego aplicada y ejecutada con un control y un dominio asombrosos, impecables. No sé si me explico: Tarr sería como Miguel Angel con el color de Goya (brutal, incontestable, varonil, monumental) o como Beckett; Tarkovsky es como Odilon Redon, o como Rimbaud (frágil, autocombustible, centelleante), ¿Sokurov una suma de ambos? (aún no sé a quién compararlo: me fascina el que más, pero seguramente porque es del que más he visto hasta ahora.)

Sátántangó huele, a humedad, a barro, a estiércol, a arboles mojados, a madera podrida, a cerrado, a óxido, a papel viejo, a abrigos acartonados, a grasa en el pelo, a alcohol, tabaco, a lana empapada, a frío opaco, a melancolía; cala hasta los huesos su humedad intolerable (no aparece ni una sola fuente de calor en toda la película: las estufas siempre están apagadas, la comida fría, sólo al final, una sopa humea caliente); te hace agotarte, ir y venir y andar durante horas bajo la lluvia como un zombi; te desespera la "desesperante pasividad" de sus personajes, su aburrimiento moral; pone al límite; abruma con su lirismo casi terrorífico (el episodio de la niña es turbador de principio a fin; también el final, con el doctor tapiando su ventana -las 2 que he visto de Tarr terminan terminando con la luz-); hipnotiza con la belleza rotundamente sencilla de todos sus planos y encuadres perfectos (no hay ni uno solo que no parezca absolutamente pensado, compuesto), la asombrosa intensidad de su no-color (preciosísimos grises).

Dos objeciones:

- realmente no entendí la trama final -por qué los dos policías transcribiendo un texto de Irimias-: sin duda la volveré a ver dentro de un tiempo, es difícil seguirla subtitulada.

- vuelvo a pensar El caballo de Turin y no sé si justifico la duración extrema de absolutamente TODOS los planos (sería un tema demasiado largo para discutirlo sola, ¿sería el colmo de Tarr hacer una película que cuente 24h y dure 24 h?).

En cualquier caso, cinematográficamente es arte incuestionable y de una belleza monumental. Y verla es como leer Germinal de Zola, o Los miserables de Victor Hugo, o el Capital de Marx: desesperan al límite, pero la experiencia de leerlos supone un grado.

Las imágenes se quedan cortas (guardé casi 200 frames): ¿cómo resumir tantas horas de metraje y una experiencia tan física?